Colección fotográfica titulada: Paraíso García Márquez
Paraíso, la Merced de Márquez
Era una tarde calurosa del mes junio, mientras caminaba por los rincones coloniales de la ciudad histórica de Cartagena. Sinuoso el cielo que anunciaba lo que ninguno de los mortales queríamos aceptar por verdad, en cuanto a lo implacable se tratara de una brisa extrovertida con ganas de buscar su transición.
En tanto avanzaba por las calles adornadas con estructuras coloridas, transité por una, casi medio perdido, llamada don Sancho, calle que bifurcaba en un rincón de esta ciudad amurallada, no solo por el tiempo, sino también por su historia que de chico ya había leído. Subí por los escalones para contemplar el mar, posterior a ello, hice lo que todo turista hace con su equipo móvil, destacar para la posterioridad algún tesoro que se pueda retomar en algún momento de la cotidianeidad.
Algunas imágenes que retraté frente al mar, fueron irrumpidas por un viento fuerte, que logró volar de mi cabeza el sombrero blanco que había adquirido unos minutos atrás, por suerte lo agarre y mientras lo hacía, ese mismo viento ocioso llamando la atención, abofeteo mi rostro descubierto con una gotas de agua tan grandes, que al verlas no dejaban lugar a duda para saber que ahí estaba ella, la tormenta, si, la misma que se instaló en segundos y puso a correr a los pocos que transitábamos por ahí.
Observe una familia con un bebé en brazos, que retornó a su guarida de coche blanco, tres mujeres jóvenes a carcajadas que lento caminaban, dejaron deslizar las cascadas por sus cuerpos, y yo, que por suerte había visto a lo lejos una entrada quijotesca para resguardarme, cuan grande como si fuesen molinos de vientos que auguraban mi rumbo, al cual, sin pensarlo dos veces me dirigí. De repente y casi de la nada aparecieron dos hombres también afanados por la tormenta.
Ya éramos tres extraños atentos al compás del caer de la lluvia, yo con mi otoño debajo del brazo, pero esta vez anunciando otros recitales; el hombre que a mi derecha murmuraba con su amigo, solo predecía frente a mis ojos que tendríamos una larga charla, y que sin dudar entablamos, mientras de apoco nos mojábamos. Sólo había lugar a la risa, a la frustración y a la impotencia de no poder hacer absolutamente ningún asunto, por un lado, mi otoño sin recitales¹ había cambiado de estación para convertirse en un crudo invierno que de apoco se me acercaba; por otro lado, la suerte de los dos hombres que se había trastocado, pues ni el uno podía cuidar autos, ni el otro podía vender las botellas con agua, ni las cervezas que ansiosas esperaban por sus plebeyos.
Así fue, como los tres designios se vieron opacados por el inclemente destino que utilizó sus recursos para que ninguno lográramos nuestros objetivos, bueno por lo menos uno de los dos hombres que estaba allí al lado mío, intentó de manera casi agónica, no ver diluir la oportunidad de venta conmigo y sin dudar entre broma y risas me ofreció entre líneas una cerveza para acompañar la tarde, obviamente también con una sonrisa le respondí que yo no tomaba alcohol, por lo que no compraría nada.
Nos pareció gracioso el momento y aquel desconocido dejó de ser solo un vendedor para convertirse en pregonero de un auxilio cuya mano derecha alentaba dando golpes en reiteradas ocasiones en la puerta que detrás de nosotros nos custodiada, mientras el león sigiloso de bronce decorado en el centro de esa puerta nos observaba.
Era evidente que queríamos entrar o que alguien nos abriera para no mojarnos, pensé que era una broma lo que hacía aquel vendedor, pues semejante edificio, en un día festivo, ¿quien podría estar trabajando para atender el llamado? Cuando termine de pensar esas palabras, de inmediato y muy lentamente se abrió la puerta, mientras lo hacía de a poco se descubría el rostro de un afro - vigilante que, al verlo cubierto con tapabocas, no sabía si nos confrontaría por haber tocado afanosamente la puerta o si bien nos daba paso para socorrer nuestro asustado destino.
Esta última opción fue la que nos acompañó y sin dudar atravesamos ese pórtico que para ese entonces era nuestra salvación, nuestro cielo. Literalmente fue así, aquel pórtico mostraba un árbol y un poco de espacio verde en su centro de estructura rodeada de baldosas ajedrezadas y junto a ellas un busto, que desde la distancia en la que yo observaba, no lograba distinguir qué personaje se había esculpido, unas columnas blancas tan altas que con su blanco parecía emprender viaje a otros firmamentos, y de farolas de color negro al lado de las cuatro paredes que encerraban nuestro cielo.
Fascinado por la belleza del lugar donde nuestros pies habían posado, entramos y ya éramos cuatro hombres que en silencio observábamosde nuevo la lluvia; uno de ellos habló diciendo: ¿mijo usted sabe en dónde está parado? Yo, un caleño que recién empezaba a transitar las calles de la ciudad amurallada, era evidente que no podía responder a la pregunta, la cual empezó a dilucidarse de manera catedrática, proveniente de la vos de aquel custodio que nos dejó ingresar, diciendo: “este es el antiguo claustro de la Merced, donde yacen las cenizas de un tal Gabriel García Márquez y la de su esposa doña Mercedes Barcha, también algunos objetos y reliquias que custodian el recuerdo y velan por conservar la memoria de tan gran escritor”.
Así fue, como una vez más, el creador de ese realismo mágico me sorprendió; esta vez, quizás, no sé si por casualidad o por algún motivo en especial.
Lo que sí puedo asegurar es que estas palabras terminaron de redactarse cuando la última gota de lluvia cesó de caer.
1 Otoño sin Recitales: Antología Musical y Poética del escritor caleño Francinher Sandoval Valencia, un homenaje a la ciudad de Buenos Aires.
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